The indietation game
Cuando
Terrence Malick conquistó el festival de Cannes con El árbol de la vida, lo que no sabía era que
también se había convertido en Señor del feudo indie estadounidense. Director
de culto, siempre caracterizado por el lirismo de unas imágenes acompasadas por
una abundante voz en off, sin embargo inició
una maniobra de radicalización formal a partir de La delgada línea roja (1998). Su renovado lenguaje
cinematográfico asomaba tímidamente la cabeza, 20 años después de su anterior
película, Días del cielo (1978).
Con El Nuevo Mundo (2005)
continuó profundizando en su técnica y aró el terreno del que posteriormente
brotaría El árbol de la vida (2011),
un portento desatado cuya poética fragmentaria del recuerdo de infancia
trasciende la Humanidad, el Universo y hasta el Cine.
Entonces, llegaron los premios. Y con
ellos, las imitaciones.
Ese poderío
visual y su aire profundo encajan con las pretensiones del panorama indie, por
lo que ha resultado inevitable la aparición de numerosas propuestas basadas en
este lenguaje. Pero, lo que en unos casos consistía en mejoras de un producto
con vida propia, en otros se ha explotado como un preciosismo gratuito a falta
de algo que contar. En este segundo grupo aparece la ópera prima de Rebecca
Thomas, Electrick children (2012),
en la que una cassette azul pincha la burbuja religiosa en la que una pareja de
hermanos mormones habita. Es ese origen mormón, que la directora comparte con
sus personajes, el que le da esperanzas a un relato que promete innovación
despojada de tópicos y prejuicios grapados a estas historias. Pero se
antoja imprescindible mostrar interés para lograrlo.
Lo que podría suponer un viaje
iniciático más allá del manido choque cultural entre fundamentalismo religioso
y posmodernidad se convierte, incomprensiblemente, en un torpe encadenado de
lugares comunes del cine sobre jóvenes marginales. Por ellos transitan
unos personajes de profundidad bidimensional y comportamiento errático,
perdidos en el juego de presuntuosidad de una caprichosa puesta en escena. La
autora se enfrasca en su propia metarreferencialidad y desestima las
posibilidades de su propio trabajo. Perdida en la infinitud de los rizos
dorados de Julia Garner quedarán ideas tan estimulantes como la de transmutar
sus pensamientos en grabaciones de voz, a modo
de simbólica apertura tecnológica. Un salvavidas con el que
tratar de rescatar a un relato que se hunde por el peso de su propia torpeza.
Un salvavidas que Thomas desinfla al convertir
esa metáfora en literales grabaciones en la ya omnipresente cinta
azul. Qué difícil es salir de la zona de confort…
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