LA HERIDA (2013) - Fernando Franco

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Marco dinámico

 


La herencia cinematográfica acostumbra al espectador a esperar un planteamiento, nudo y desenlace en cada película. Sin embargo, aunque entendible, no deja de ser un error de base limitar el concepto de “película” a esta idea. La experiencia la avala, pero resulta inquietante acotar el arte con unas leyes extensamente consideradas como inquebrantables. Y es que la experiencia también demuestra que un largometraje puede funcionar sin necesidad de pasar por el filtro del guion clásico de cine. Es más, resulta imprescindible romper estos moldes para conseguir que el sistema no se agote y se descubra nuevas vías en la narración cinematográfica. Más que obligarla a ser lo que no es, lo que toda película necesita es honestidad para consigo misma. Se requiere coherencia para poner cada elemento que la compone al servicio de un bien común, que es el del desarrollo de este ente. Y, ya puestos a llegar hasta el final, resulta imprescindible creer en lo que se propone hasta las últimas consecuencias, sin concesiones a los lugares comunes de la forma y el fondo. Es decir, justamente lo que ocurre en La herida (Fernando Franco, 2013).


La opera prima de este director español no cuenta una historia. Lo que le ocurre al personaje puede intuirse a los cinco minutos de metraje; de hecho, basta con haber leído previamente la sinopsis. Pero sería un error pensar que esta obra pretende desarrollar una trama a raíz del planteamiento, o exigirle que lo hiciera. No hay trama, pero tampoco se pretende lo contrario. La apuesta por el camino más difícil del también co-guionista lo lleva a plantear su película como un retrato del día a día de Ana, una persona con trastorno límite de la personalidad (TLP). El pilar central sobre el que se asienta es Marian Álvarez, cuyo apabullante desglose de miradas, gestos y reacciones resalta su lenguaje corporal y le permite independizarse del verbal. Sin embargo, tratándose de un papel que posibilita el lucimiento de una actriz capaz de llenar la pantalla, éste es sólo un elemento más de la película. Quizás el más importante, pero nunca el único. Es a este nivel donde la película se distancia de las habituales pensadas para tal objetivo, al colocar a la actriz como una pieza más del engranaje cooperativo. 


Esto se observa en la forma de la obra, tan profunda en sus planteamientos como radical en su aplicación. Que sea el relato de Ana implica centrar la atención exclusivamente en ella. Cada escena es suya, y sólo tendrá cabida lo que quepa alrededor. Fernando Franco desarrolla la trama a base de planos cortos, pegados mayoritariamente a la nuca de la actriz –idea que lo acerca al cine de los Dardenne, aunque sin esa urgencia que caracteriza a los personajes del dúo belga. La profundidad de campo es corta, para resaltar la importancia de Ana en el relato, quedando marginados el resto de personajes, incluso desenfocados por momentos. A pesar de las limitaciones que ello conlleva, destaca la capacidad que demuestra el director para definir a sus secundarios en el poco espacio que queda. Y la radicalidad de sus ideas se refleja en el tratamiento de personajes como el del novio de Ana. Un personaje que compartiría protagonismo en cualquier otro relato, para aprovechar el dramatismo de la convivencia de esta pareja y ganar la empatía del público, sin embargo no tiene cabida en un planteamiento decidido a llevar hasta las últimas consecuencias aquello en lo que cree. Una película que no se concede ni un respiro, ni una comodidad. Una película que cree en lo que propone, y que crece cuanto más lo hace.
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