LA GRAN APUESTA (2015) - Adam McKay

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La versión oscarizable de La red social



El cine clásico sigue vivo. Aunque ya está cerrada la gloriosa etapa del cine de Hollywood que también recibe este nombre, los estándares de esta manera de hacer películas perviven en lo que se conoce como “cine comercial estadounidense”. Con unas normas tan rígidas, directamente enfocadas hacia la transparencia en el estilo y la homogeneidad en las formas, academicismo y clasicismo se confunden. Artesano y autor conviven en un espacio estrecho en el que el primero se siente cómodo aplicando recursos y el segundo se rompe la cabeza para buscar su sitio sin desentonar. Este modelo disimula las carencias del mandado e infravalora al creador, de ahí que los más talentosos sientan la tentación de dejar crecer sus ramas más allá de la franja, aunque nunca abandonen el tiesto.

Directores como David Fincher han caído en esa jugosa tentación. Este realizador, portento de lo cinematográfico, siempre ha vivido en los lindes del cine comercial, lo que provoca que sus películas tengan más éxito de público que de crítica. Su labor se tiene en gran estima, pero pocos especialistas parecen dispuestos a elevarlo a la categoría de genio, situación que un servidor se esfuerza en denunciar a la menor oportunidad. Si bien su filmografía podría separarse en dos secciones, la más puramente clásica y la formalmente pirotécnica, ambas presentan un corte claramente comercial, término habitualmente peyorativo pero que en este caso poco tiene que ver con la calidad de sus obras sino con su naturaleza mediática.



Fincher sabe a lo que juega, y es consciente de cuándo puede dar rienda suelta a su poderío visual y cuándo debe ceñirse a la estética más mainstream y –sólo aparentemente– anular su estilo. La red social (The Social Network, 2010) es un ejemplo claro. A pesar de su talento y de sus ganas de demostrarlo, el director estadounidense es en todo momento consciente del guion que maneja, y sabe qué tipo de realización necesita lo que escribe Aaron Sorkin. Un caso similar se ha dado recientemente con el estreno de Steve Jobs (2015), dirigida por otro director conocido por su faceta más visual, Danny Boyle. Tras sus últimos tropiezos y la sospecha de que no se dejaría someter a la bendita tiranía de las líneas del creador de El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing, 1999-2006), el autor británico sorprendió por su capacidad para colocarse en segundo plano y, desde las bambalinas, manejar los ritmos de la historia para elevarla a una notable conjunción de recursos de fondo y de forma, que no dejan de estar claramente por debajo del arrollador discurso de Fincher en su adaptación de la vida del creador de Facebook. La contención formal como mecanismo para demostrar el talento autoral.



Pero ni siquiera Fincher se libra de sus ramalazos reivindicativos. Hasta la aparición de Perdida (Gone girl, 2014), una de sus mejores obras y quizás la más infravalorada, ninguno de sus films de corte clásico prescindían de planos o escenas fugaces que liberasen la presión de la olla de talento que el director tiene en su por otro lado fría y calculadora mente. Planos desbordantes, detalles de genialidad, pancartas reivindicativas, lunares de diferenciación que destacan pero desentonan. En su afán por reclamar su hueco en el panorama autoral, Fincher desatina cuando inserta estos caramelos visuales, tan disfrutables como innecesarios. Una filosofía que no sólo desmejora el resultado final, sino que se convierte en la constatación de una manera errónea de entender el concepto de autor, que lo eleva a la superficialidad del plano llamativo, del contraste fotográfico, del estallido luminiscente. Con Perdida parece que realmente ha entendido de qué va el juego, y su trabajo desarma en su franqueza formal.



En un estado similar, pero no acotado a la brevedad de un par de planos rebeldes sino extendido a lo largo de su generoso metraje, vive la nueva obra de Adam McKay, el ya etiquetado como “el director de comedias que se ha pasado al cine serio”. La gran apuesta (The big short, 2015) es carne del buen cine comercial, pero se rebela contra sus estándares y McKay se niega a postrar sus decisiones de realización al propio guion que escribe junto a Charles Randolph. Ambos adaptan el best seller homónimo de Michael Lewis que narraba la crónica de una muerte ocultada del mercado inmobiliario en EE.UU. Tralla contundente, material resbaladizo. La economía es siempre un tema farragoso por su naturaleza y por el afán de los entendidos por convertirla en inaccesible para el común de los mortales. Es por ello que ambos guionistas elaboran una receta de digestión facilitada, una especie de “economía para dummies” que acierta en su capacidad para transmitir conceptos aunque nos tatúe en la frente sin el menor de los disimulos que, en efecto, somos unos dummies.



Y es que hay mucha sorna en el tono de la historia. Los diálogos aspiran a la endiablada velocidad de Aaron Sorkin, sin alcanzarla pero quedándose cerca. La verborrea es gamberra por momentos y encuentra a El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, Martin Scorsese, 2013) en otro de sus referentes, en lo que al desenfreno de las vidas de los corredores de bolsa se refiere. En este aspecto, la distancia frente al referente es todavía mayor. Quizás no haya necesidad, pero tampoco existe el atrevimiento de forzar tanto la máquina. Pero la historia aguanta el tipo sin despeinarse. Tratándose de la crónica del desplome de la banca estadounidense y del fango de inmoralidad en el que vive inmerso este implacable mundo, el centro no deben dejar de serlo los números, los balances y las siglas.



La narración esquiva con soltura su conversión en una clase de universidad y su gran ritmo aplica soltura a la complejidad conceptual que maneja. Sin embargo, el enfoque se trastabilla. McKay no duda en señalar a los culpables de la crisis financiera, y el tono refuerza la crítica, pero es más potente la apariencia que la verdadera denuncia, como si a la hora de la verdad el director y co-guionista pasara de puntillas por los verdaderos asuntos escabrosos del sistema, como si el problema fuera exclusivamente de la gente que controla el poder económico. En la recta final se magnifica el problema con unas dosis de moralina social, tan burda en la forma como en el fondo, como si la película frenara en seco y se girara hacia el público para dejar claro que no apoya lo que está contando. Un gesto de cara a la galería, tan innecesario como grueso, un “for your consideration” academicista que apela a la emotividad de las miles de familias que, de repente y sin explicación aparente, cobran relevancia en una historia que no debería avergonzarse por limitarse a estar centrada en las causas más matemáticas de esta crisis, y sí sentirse orgullosa de su capacidad para levantar el interés de profano servidor en un tema tan espinoso e inhóspito como lo es el de la economía.



Si, a pesar de finalmente desdibujado, el guion destaca sin alcanzar la excelencia, es la forma la peor parada. Retomando el sendero abierto por la obra de Fincher, este director no destaca sólo por las decisiones que toma, sino por las que no toma. Si La red social era cristalina –secuencia de la regata aparte–, La gran apuesta se esfuerza en estropear el mensaje. McKay no está dispuesto a aceptar que el peso de la narración lo lleve el guion, y limitarse a encuadrar las escenas de la manera menos llamativa posible no entra dentro de sus planes. Es por ello que despliega en cada uno de los planos un inexplicable –más allá de lo puesto de moda que está, lo que es injustificable por defecto– y francamente molesto jugueteo con el enfoque, la escuálida profundidad de campo y el constante reencuadre de personajes dentro de planos dolorosamente cortos. Un conjunto de decisiones que ya aparecían en la conversión en imágenes de un libreto tan complejo como el de B (David Ilundain, 2015) y que entorpecían en igual grado la narración de un caso tan complejo y lleno de datos como el de Bárcenas y la caja B del Partido Popular. Ataques de realizador, como el de Patrice Leconte en su fallido y pueril intento de reinventar el melodrama de época desde el reencuadre nervioso de La promesa (Une promesse, 2013), insumisiones de niño caprichoso que levantan una polvareda que se interpone entre la pantalla y la audiencia, marcando en toda la globalidad de sus respectivos metrajes la malinterpretación del concepto de autor.


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