LOST SOUL (2014) - David Gregory

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Lost in Hollywood



Terry Gilliam es una persona particular, y sus películas son el reflejo del disparate que desborda su mente y que es responsable de los altibajos de su filmografía (12 monos, 1995; El secreto de los hermanos Grimm, 2005). Ideas brillantes inundan su narración, siempre lejos de la redondez absoluta, que no parece ser el objetivo. Sus proyectos viven en el aire, y es en ese descontrol donde el director parece sentirse cómodo. La libertad creativa da pie a la improvisación y la adición de nuevas ideas que van surgiendo sobre la marcha, pero, desde el momento en el que un rodaje está compuesto por cientos de trabajadores, es fácil que algo salga mal. Retrasos en los plazos, superación del tope presupuestario, modificaciones en la planificación, pan de cada día de este realizador estadounidense con afinidad por el humor absurdo británico, que lo llevó a formar parte del conjunto humorístico Monty Pyhton.




El histriónico Terry Gilliam


Terry Gilliam vive en el limbo, arriesgando sus propuestas cinematográficas por el bien del arte. Su fama lo precede, pero también su larga trayectoria, que, a pesar de más de uno y de dos fracasos comerciales, demuestra que es alguien en quien se sigue confiando. Gilliam fuerza la máquina, a la que es fácil desgastar pero cuesta reventar. Sin embargo, algunas veces los engranajes saltan y la reacción en cadena desarticula el entramado metalúrgico. Un problema lleva al siguiente, la bola de nieve se hace cada vez más grande y, más que escapar de ella, a veces toca simplemente apartarse de la trayectoria. Es el caso del rodaje en tierras españolas de El hombre que mató a Don Quijote, película inacabada que varias veces ha tratado de retomar. En ella, todo lo que podía salir mal salió mal, lo que, sumado a su manera de manejar un rodaje, hizo que fuera imposible terminarla. Esta odisea de final infructuoso quedó registrada en Perdidos en La Mancha (Lost in La Mancha, Keith Fulton y Louis Pepe, 2002), filmación que comenzó como making of, pero que, dadas las circunstancias, se convirtió en exquisito material para la elaboración de un documental que reivindica a Murphy y su odiosa ley.



Johnny Depp y Terry Gilliam en medio del rodaje de El hombre que mató a Don Quijote


Para desgracia del cine, Richard Stanley no contó con un equipo de grabación entre bambalinas que recogiera el proceso de filmación de La isla del Dr. Moreau (The Island of Dr. Moreau, John Frankenheimer, 1996). El realizador sudafricano comenzó a hacer cine cuando emigró a Londres, destacando con dos producciones de bajo presupuesto a principios de los noventa [Hardware, programado para matar (Hardware, 1990); El demonio del desierto (Dust devil, 1992)]. De mirada atípica e ideas ingeniosas, su cine llamó la atención como el de Gilliam y lo convirtió en una promesa catapultada a la gran industria hollywoodiense. Su oportunidad llegó con la adaptación cinematográfica de la novela de H.G. Wells, La Isla del Dr. Moreau, un proyecto hecho a la medida de sus inquietudes. Otra adaptación literaria, otro rodaje en parajes naturales lejanos –en este caso, Australia– y otra mente brillante pero probablemente poco preparada para el control de las tensiones de un rodaje extremo.



Un primate acompañado de Barbara Steele y Richard Stanley en el rodaje de La isla del Dr. Moreau


El rodaje fue una catástrofe, y no hubo una cámara que lo registrara. Y esta es la mayor limitación de Lost Soul: el viaje maldito de Richard Stanley a la Isla del Dr. Moreau (Lost Soul: The Doomed Journey of Richard Stanley’s Island of Dr. Moreau, 2014), el documental que trata de honrar el nombre de este autor a la vez que de discernir lo que realmente pasó en la selva australiana durante el fallido intento de crear una obra que aspiraba a brillante. La película se establece en clave de testimonios, recogiendo las declaraciones de muchos de los integrantes del equipo técnico y artístico del rodaje, de entre los que destaca el propio Richard Stanley contando su versión del asunto. En el tramo inicial, la narración se centra en su figura, no sólo repasando su corta trayectoria sino estableciendo, en sus propias palabras, las bases del caos que está por venir. El documental crece enteros con Stanley en pantalla, no sólo por ser el cerebro del proyecto y por ser su versión de los hechos la más interesante, sino porque ante la cámara aparece una personalidad inclasificable que va de lo más agudo a lo más etéreo y que combina su talento para la narración visual con un espiritismo desconcertante.



Parte del propósito de la cinta es reivindicar a esta figura, por lo que la burla o la condescendencia queda descartada. Sin embargo, avanza el metraje y el documental toma una decisión similar a la de los productores de La isla del Dr. Moreau. Al igual que estos decidieron prescindir de sus servicios al comprobar que el rodaje estaba estancado y no era capaz de sacarlo adelante, el documental en este momento se desentiende de Stanley para centrarse en el avance del rodaje, que pasó a manos de John Frankenheimer. Decisión entendible pero dolorosa para quien desee saber más acerca de este personaje, y especialmente de cuál era exactamente su visión acerca del proyecto y las ideas que tenía en mente para llevarlo a cabo –escasamente mostradas–.



La segunda parte se convierte, pues, en la crónica de un desastre anunciado. Luchas de egos por parte de los dos actores principales, Marlon Brando y Val Kilmer, ganas de perjudicar a los productores y de entorpecer el rodaje en general, reescrituras del guion sobre la marcha y gastos que no paraban de aumentar. Finalmente, el documental retoma la senda de Stanley y, en su conjunto, se compone como una redención de esta figura extravagante que, de haber estado en otras condiciones, probablemente hubiera convertido esta adaptación en una obra de culto por su calidad y no por esa extraña sensación de desbarajuste enrarecido que la cinta final genera, una mezcla entre interés, repudio y fascinación. El documental no sólo sugiere esta idea, sino que explicita que nada mejoró con la salida de Stanley, lo que podría entenderse como un manifiesto en favor de la capacidad creativa frente a la máquina industrial de cifras económicas que es Hollywood. El eterno tira y afloja entre arte y taquilla.









Boceto de lo que podría haber sido esta película en manos de Richard Stanley
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