CREED: LA LEYENDA DE ROCKY (2015) - Ryan Coogler

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Pirotecnia inteligente



El plano secuencia está de moda. Analizando la producción audiovisual de los últimos años, se observa un creciente uso de este recurso formal, y buena parte de la culpa de esta situación la tiene las facilidades asociadas al cine digital. Los avances tecnológicos permiten una mayor versatilidad en el rodaje y cada vez es más sencillo rodar uno de estos planos, o, lo que cada vez es más habitual, falsear un conjunto de largas tomas para empalmarlas en un continuum más o menos disimulado. Una pequeña trampa que en muchas ocasiones cuenta con la aprobación de un público deseoso de deleitarse con estas golosinas visuales. Y es que las mejoras técnicas afectan en todos los aspectos de la filmación, pero el plano secuencia se lleva la palma en lo que a relevancia se refiere. No sólo por llamativos sino por complacientes, estos planos destacan sobre otros recursos, pero esta notoriedad no está exenta de controversia.















Fotograma del rodaje de Birdman (2014).

El plano secuencia posee la fuerza de un canto de sirena. La percepción visual complacida desencadena un chorro de dopamina, esa molécula responsable de la sensación de recompensa a nivel neuronal. A ello se suma ese momento en el que somos conscientes de que esa toma que se se prolonga en el tiempo en realidad corresponde a un plano secuencia, situación que se sobredimensiona al sentir que entendemos a qué está jugando la persona que ha creado este momento. Dopamina a cucharadas. Sin embargo, es precisamente este último punto, el del supuesto entendimiento de las reglas del juego, el que desenmascara buena parte de estas propuestas, en caso de que se decida abandonar por un momento el placer de la hazaña técnica y se efectúe un ejercicio de análisis en profundidad. Y es que, si nos ponemos estrictos, todo elemento usado en el desarrollo de un artefacto audiovisual debería atender a motivos narrativos, pero da la impresión de que, en el caso del plano secuencia, las motivaciones están más cercanas al chute de ego –lo que no deja de ser otra descarga dopaminérgica más–.


Fotograma del plano secuencia de True Detective (2014).


El final del cuarto capítulo de la primera temporada de True Detective (Cary Joji Fukunaga, 2014); la primera escena de Spectre (Sam Mendes, 2015); toda Birdman (2014) y buena parte de El renacido (2015), ambas dirigidas por Alejandro González Iñárritu; son todos ejemplos de un sentido de la narración basado en la espectacularidad, en la hazaña técnica a alcanzar, pero que no atienden a un concienzudo estudio de las posibilidades de las respectivas secuencias y de las múltiples formas en que pueden ser rodadas. Es por ello que resulta tan gratificante encontrar, entre el mar de despliegue de producción, una serie de propuestas consecuentes con sus planteamientos. Victoria (Sebastian Schipper, 2015), rodada en un único y real plano secuencia, no se sostenía en sus desorbitadas 2 horas y 20 minutos de duración, pero partía de una lógica interna, cuanto menos, estimable. Paulina (Santiago Mitre, 2015) incluía un par de secuencias rodadas en una única toma, explicadas por su director con una sencillez desarmante, quizás decepcionante pero absolutamente consecuente, que las justificaba como “secuencias que se sostenían con una única toma”. Creed: la leyenda de Rocky (Ryan Coogler, 2015) va un paso más allá al presentar dos planos secuencia que, más que sostenerse, exprimen su potencial para expandir el poderío de lo narrado.










Fotograma de Paulina (2015).

La nueva película de Ryan Coogler continúa la ya mítica saga de Rocky, el boxeador barriobajero de Filadelfia, y en ella sobresalen, como no podía ser de otra manera, sus dos planos secuencia. El primero aborda el primer combate serio del protagonista, un Adonis Johnson interpretado por Michael B. Jordan. La cámara se sumerge en el ring y nos hace partícipes de la adrenalina que supura el cuadrilátero cuando dos bestias inician el ritual de caballeros con guantes acolchados. Un plano que en ningún momento se hace largo, y que, precisamente, al no presentar cortes de montaje, explicita la corta duración del combate y ensalza la figura de su protagonista. La realización es pirotécnica y se gusta a sí misma, pero queda al servicio de la historia y atiende a los requisitos que este momento requiere.



La prueba de que todo esto no es fruto de una casualidad llega en el gran combate final. A pesar del tentador desafío técnico que supondría, las características del mismo imposibilitarían repetir estos planteamientos, en caso de que se quisiera mantener una coherencia narrativa, y Ryan Coogler demuestra ser consciente de ello. Debutante en el largometraje con Fruitvale Station (2013) y actualmente inmerso en el desarrollo de Pantera Negra (Black Panther, 2018), nueva adaptación de Marvel Studios, el realizador planta su segundo plano secuencia en los instantes inmediatamente previos al clímax de su obra, en la mentalización previa al salto al ring. Otra toma que vuelve a mostrarse virtuosa en su capacidad para magnificar el momento, pero que termina cuando debe hacerlo: justo antes de que suene el gong. Es precisamente esta decisión, la de asumir que un combate que supera el cuarto de hora de metraje no se sostiene en un plano secuencia, la que confirma la buena mano de un creador ambicioso pero coherente, que no sólo no se deja llevar por el virtuosismo ególatra sino que entiende qué necesita su película en cada momento.



A su vez, estos dos destellos de poderío visual no sólo hablan de buen gusto a la hora de escoger recursos narrativos; son igualmente el máximo exponente de todo lo que esta obra contiene. Y es que, siendo la séptima entrega de una saga que, como sus personajes, desde siempre ha tenido que luchar por ganarse el reconocimiento, pocas personas apostaban por ella. La historia se centra en el hijo de otro mito del boxeo en esta realidad paralela, Apollo Creed, un joven perteneciente a la clase alta que no boxea para sobrevivir, sino para sentirse libre. Con Sylvester Stallone retomando su Rocky Balboa, convertido en maestro Miyagi de las artes pugilísticas, la película camina entre la reinvención y la mirada nostálgica, esa que tan buena acogida entre el público ha tenido durante este pasado 2015 (Star Wars episodio VII; Jurassic World; Terminator Génesis). Sin embargo, Coogler se desmarca de revival complaciente y, sembrando guiños de diferente grado de explicitud a lo largo del metraje, consigue que esta séptima parte sea, ante todo, su visión personal de la saga.



Escrito a cuatro manos entre el propio director y Aaron Covington, este eficaz guion hace de la sencillez su mayor baza. Adonis se mueve entre sus aspiraciones y la gente que lo rodea, dos mundos que confluyen y se complementan. Su relación con Rocky saca los mejores momentos de la obra, y sorprende una relación romántica que, si bien en un principio parece la cota de amor necesaria en toda obra para el gran público, sin embargo funciona como atípica conjunción de personalidades y hasta podría decirse que está desaprovechada. Algo desdibujado queda el tono en ciertos tramos del relato. Si bien excelente en sus gotas de humor que restan hierro al asunto y arrancan carcajadas con una soltura endiablada que pilla desprevenido, los escarceos con el drama salen mal parados, especialmente en los conflictos que Adonis tiene con su entrenador y su pareja –Tessa Thompson–, que esta vez sí parecen impuestos por las inquebrantables leyes no escritas del guion clásico de cine. Pequeños tropiezos que poco importan cuando se comparan con todo lo bueno que deja esta poderosa entrega de una saga a la que en su séptima entrega todavía no se le ha dado el punto final.


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